Akari Sustache Báez
Departamento de Psicología
Facultad de Ciencias Sociales, UPRRP
Recibido: 15/09/2024; Revisado: 21/11/2024; Aceptado: 09/12/2024
Katrina Weiss esperaba impaciente tras el mostrador de la oficina. Había abierto las puertas hacía cinco minutos y un tal Kline Soderman tenía la primera cita del día. Era sábado, así que su asistente no trabajaba y le tocaba a la doctora Weiss atender el negocio por su cuenta. Sin embargo, estos eran sus días favoritos, pues aprovechaba para hacerle a sus clientes las preguntas que su asistente consideraría poco profesionales y un tanto indiscretas.
A las 9:08 A.M., Kline Soderman finalmente entró por la puerta. Era un hombre alto, de ojos pequeños y punzantes. A pesar su gran abrigo negro, Katrina Weiss notó que sus tatuajes comenzaban en sus manos y lo recorrían hasta el cuello.
“Señor Soderman, bienvenido a Memento Mori. Aquí tiene su formulario y relevo de responsabilidad”, comenzó Katrina.
Kline murmuró las gracias y firmó los documentos rápidamente. Luego la doctora Weiss lo invitó a pasar al área de preparación. Tomó sus vitales y luego le dio un minuto para desvestirse y colocarse la bata con la cual entraría a la cápsula. Acostado ya en la cápsula con forma de crisálida, Kline la miró perplejo por un instante.
“¿Usted es la doctora Weiss?”
“Pues sí, soy yo. A menudo me imaginan siendo mucho mayor”, contestó afablemente, haciéndose consciente de su apariencia.
A sus 39 años, Katrina Weiss era una mujer de cabello negro largo, ojos igualmente negros y pómulos alzados. Luego de haberse dedicado a sus estudios por doce años, se sumergió en una investigación sin precedentes sobre la simulación de experiencias relacionadas a la muerte y cómo eran percibidas a nivel neurológico. Así nació Memento Mori, un programa que, combinando un dispositivo de realidad virtual con electrodos que se aplicaban sobre el cráneo, enviaba estímulos precisos al cerebro para recrear sensaciones somáticas de muerte.
Tiempo después, durante un vuelo de nueve horas por el Atlántico, un empresario francés la convenció de que podía vender esta experiencia al público. Incrédula, Katrina le replicó que la gente no pagaría por una experiencia tan morbosa y no sería factible capitalizar la idea.
“Señorita Weiss, usted no se imagina cuán profundo en el inconsciente habita nuestra fascinación por la muerte. Cuando esta logra escapar la represión de la consciencia, se manifiesta como miedo, pero en el miedo permanece curiosidad y esta es tan morbosa como insaciable. Sobre ella, usted se hará rica”.
Sin palabras, Katrina quedó convencida y dedicaron el resto del vuelo a delinear el plan de negocio. El francés se volvió su socio y contactó a todo tipo de auspiciadores e inversionistas: desde seguros médicos y funerarios, hasta las grandes compañías farmacéuticas. Tres años después, celebraban catorce meses de la apertura de Memento Mori, con gran éxito y aún mayor controversia. El francés le propuso expandir la franquicia, pero Katrina aún se acostumbraba al torbellino de su vida diaria.
De lunes a sábado entraban por la oficina clientes de todas partes del mundo, persiguiendo el morboso deseo de imaginar su muerte. Muchos eran soldados jóvenes y pedían simulaciones de muerte en combate. Otros eran pacientes de enfermedades terminales que ya habían perdido el miedo a pensar en la muerte. También aparecían celebridades excéntricas que, luego de experimentar simulaciones de muertes por sobredosis, cruzaban al bar de al lado a tomar martinis. Estos personajes famosos comenzaron a traer gran atención al negocio y este se volvió tema de conversación en los medios de comunicación, engendrando extensos debates éticos.
A veces, según la apariencia del cliente, Katrina podía imaginarse qué tipo de simulación este desearía. Sin embargo, algunos clientes no dejaban de sorprenderla. Pocas semanas atrás, una joven tímida de aspecto inofensivo solicitó una simulación inusual. Al ser un sábado, sin la presencia de la asistente, Katrina indagó sobre sus motivos de su clienta.
“En un mes iré como misionera a uno de los países más peligrosos del mundo”, replicó la joven. “Le he prometido a Dios que estoy dispuesta a morir por la verdad, así que quiero experimentar la muerte para reafirmar mi promesa”.
Asombrada, Katrina configuró el programa de simulación para una muerte por decapitación dentro una prisión en desierto somalí y colocó los electrodos sobre el cráneo de la joven. Tratándose de una simulación rápida, Katrina decidió permanecer en el cuarto mientras el proceso transcurría. Al acabarse, observó lágrimas rodar por las mejillas de la joven. Luego inicio el protocolo para despertarla y, en un tono de simpatía, le hizo la pregunta que no resistía contenerse.
“¿Aún estás dispuesta a morir por tu causa?”
La joven asintió.
“Doctora, no sé si la simulación incluye esto, pero luego de que me cortaran la cabeza, ya no sentí más dolor. Y vi una luz tan brillante… entonces oí la voz de mi madre y supe que frente a mí estaba la eternidad”.
Cuando la joven pagó en el mostrador y se marchó, la doctora Weiss corrió a su oficina y se encerró a llorar. El domingo se recompuso y el lunes volvió a su rutina de dejarle las preguntas a su asistente y simplemente configurar el programa de simulación.
Ahora, el señor Kline Soderman, exconvicto tatuado hasta el cuello, le había pedido que simulara morir en su sueño, en una alcoba tranquila a sus 80 años. Katrina no pudo ocultar su sorpresa.
“Pensé que me pediría sentir cinco tiros por la espalda”.
“Doctora Weiss, no necesito que usted me simule lo que ya tengo por cierto. Quiero sentir la muerte que sé que no podré tener. Al menos mis errores me han conseguido el dinero para poder pagarle por sentirla”, le contestó Kline, cerrando los ojos y recostándose en la cápsula.
Katrina observó a su cliente durante la simulación de dieciocho minutos y vio una sonrisa formarse en su rostro. Luego de despertarse, Kline la miró fijamente y le hizo una pregunta que la dejó anonadada.
“Y usted, doctora, ¿ha vivido todas las muertes?”
Katrina respiró hondo.
“No he vivido ni una sola”.
Kline se puso de pie y luego fue al mostrador. Antes de que ella pudiera decir nada, le dejó un manojo de dinero en efectivo y se marchó por la puerta.
Por el resto de la tarde, Katrina no dejó de pensar en las palabras de Kline. A las 10:00 A.M. llegó el próximo cliente, un acróbata de un afamado circo ruso que pidió sentir una muerte cayendo desde su nuevo acto de equilibrismo.
Lo siguieron una dentista que pidió la simulación de un accidente de tránsito, el secretario de Estado que pidió morir envenenado y una universitaria que pidió morir ahorcada. Esta última, notó la doctora, mostraba marcas de autolesión en sus brazos.
“¿Cuándo piensas hacerlo?”, le preguntó Katrina sin reparos.
Sin dirigirle la mirada, la joven le contestó.
“Esta misma tarde. Ya tengo los materiales, solo necesitaba asegurarme de esta parte”.
Katrina sintió una puñalada en su conciencia.
“Pero, ¿y tu familia?”
“Bastante daño han hecho. Ya no aguanto un día más, doctora”, replicó la joven, quien luego se puso de pie para pagar en el mostrador.
“Espera…”, intentó Katrina. “Si esperas una semana más, te doy otra cita gratis y puedes sentir otra simulación…”
“No me hace falta, sé que este es de los métodos más certeros”.
Luego procedió a pagarle y se marchó.
Por segunda vez, Katrina se encerró en su oficina a llorar. Por suerte, aquella había sido la última cita del día, pues sentía que no aguantaba otra más. Miró por su ventana y entonces divisó a los manifestantes. Al inicio de Memento Mori, cuando comenzaron a pararse frente a la entrada con sus carteles y consignas, Katrina llamó al francés sumamente preocupada. Este le replicó tranquilamente que solo debía ignorarlos, pues no podían hacerle nada. Aceptando que ella era la científica y él era el empresario, tomó su consejo y aprendió a volverse ciega a los carteles y sorda a las consignas. Sin embargo, ahora sentía la misma incomodidad de esa primera vez.
Luego de calmarse, recordó las palabras del señor Soderman. La realidad era que, durante todo el proceso de desarrollo y prototipos para la simulación, ella nunca había sido sujeto de prueba. Sus participantes habían sido un grupo de estudiantes del departamento de Ciencias Forenses de la universidad estatal. Con ellos había perfeccionado todo del proceso durante un año de pruebas, limitándose a sí misma estrictamente a la investigación y programación. Pero Kline Soderman tenía razón: debía experimentar su propio producto.
De inmediato cerró todas las puertas y apagó las luces del recibidor. Luego se desprendió de su ropa y se colocó una bata. No tenía idea de cuál muerte quería experimentar, así que utilizó el algoritmo de muerte aleatoria. Este era el favorito de los millonarios aristócratas que venían por diversión a la oficina.
Entonces estableció un conteo regresivo, procedió a colocarse los electrodos y se acomodó en la cápsula a esperar. Abrió los ojos y, al principio, no vio ni sintió nada. De repente, comenzó a ver imágenes. Se sintió a sí misma caminando por la ciudad, yendo hacia su vehículo. Miró a su alrededor y sintió una atmósfera de peligro, como si fuera observada por alguien. Apresurando el paso, sintió una gota de sudor bajando por su frente. Tembló al recordar que todo era una simulación, pues el grado de realidad era tal que no se discernía la falsedad de la escena.
Sin mayor reparo, abrió su vehículo y de inmediato cerró la puerta. ¿A dónde iba? ¿A su casa? No podía pensarlo bien; algo se lo impedía. Sin embargo, consumida por la sensación de peligro, encendió su vehículo para marcharse. Inmediatamente, una bomba bajo el auto se activó y Katrina Weiss murió hecha pedazos y luego cenizas.
Entonces se sintió sumida en la oscuridad y un dolor desgarrador. Gritó sin que nadie la oyera. No veía nada, tan solo la oscuridad que la consumía. De repente, el dolor cesó y comenzó a ver la luz brillante que había mencionado la joven misionera. Sin embargo, no sintió paz, sino un terrible miedo y un fatal remordimiento. En ese momento pensó en la barbaridad que había creado. ¿Quién era ella para descifrar el misterio de la muerte? Había cosas que al ser humano no le correspondía saber, pues eran demasiado para soportar dentro de su débil e ignorante humanidad.
Todo había sido un gran error. Desde el momento en el que firmó todos los acuerdos que le presentó el francés, hasta el último momento en el que había contribuido a los planes suicidas de aquella chica. Se llenó de una urgencia por destruirlo todo, pero pensó que antes debía explicarle al mundo la revelación que acababa de tener.
Ahora, necesitaba despertarse. No había nadie para finalizar el protocolo, así que, haciendo un increíble esfuerzo por removerse su estupor, se arrancó los electrodos de su cráneo.
Se levantó mareada, aun sintiendo dolor fantasma sobre su piel, y se vistió desconcertada. Buscó su teléfono y llamó a su contacto en la cadena nacional de noticias. Luego canceló las citas del lunes y ese día dio su declaración pública por los medios.
KATRINA WEISS FUNDADORA DE MEMENTO MORI ANUNCIA SU CLAUSURA, leía el titular que también apareció en los periódicos.
Poco después, como era de esperarse, recibió la llamada del francés.
“Katrina, no tienes idea de lo que viene ahora”, le dijo. “Has cometido un grave error”.
Sobresaltada, le contestó que no daría marcha atrás.
“Haz como desees, pero te advierto, Katrina. Has cometido un grave, grave error”, recalcó, colgando la llamada antes de que ella pudiera replicar.
El martes, Katrina se dispuso a ir a la oficina para desactivar todo el equipo y disponer de él. De repente, se topó con una turba que protestaba frente a la entrada. Le tomó un momento entender que unos se manifestaban a favor del cierre y otros en contra. Varios noticieros habían llegado a la escena.
WEISS BASTA DE JUGAR CON LA MUERTE y MEMENTO MORI LLEGÓ A SU FIN, decían algunas pancartas.
DERECHO A CONOCER NUESTRAS MUERTES, decían otros. WEISS NOS DIO LIBERTAD Y AHORA LA QUITA.
“¿¿Doctora Weiss, qué opina sobre las manifestaciones en su contra??”, increpó una reportera, poniéndose en su camino.
Katrina empujó el micrófono y se hizo paso entre la turba.
“¿¿Señora Weiss, que hará sobre las alegaciones en su contra y las amenazas hacia su vida??”, preguntó otro reportero.
“¿Amenazas a mi vida?”, repitió desconcertada, pero ignorando la pregunta.
Continuó abriéndose paso hasta que logró entrar a la oficina, tirando la puerta de inmediato. Al instante, escuchó el vidrio de la puerta frontal romperse, atravesado por un ladrillo.
Ansiosa, se refugió en su oficina y comenzó a sacar todos sus documentos importantes. Luego desconectó toda la maquinaria y removió las unidades de almacenaje de todos los dispositivos.
Presionada, recorrió los corredores del edificio para salir por la puerta de emergencia. Divisó la acera despejada y, confiando que había dejado la turba del otro lado, se dirigió apresurada a su vehículo. El sudor le bajaba por la frente y, con una sensación de peligro, aceleró el paso. Abrió la puerta y la cerró de inmediato, sintiendo que alguien la observaba. Entonces encendió el vehículo y, en un instante impredecible, una bomba debajo de ella implosionó.
Durante los breves instantes en los que Katrina sintió su cuerpo propulsado fuera del vehículo y sus extremidades hacerse pedazos, recordó las palabras del francés y maldijo el día en que lo conoció. Luego perdió la consciencia y, en su propia ironía profética, murió.
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